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miércoles, 25 de enero de 2012

LA TRAMA OCULTA: ABORTO E INFANTICIDIO

Reproduzco por su interés un artículo publicado recientemente en Análisis Digital:


Pero la pregunta quiere ir más a fondo: ¿existe una diferencia ética entre la eliminación de un embrión, la de un feto y la de un niño recién nacido o de pocos días de vida?

Hay quienes piensan que sí. Para llegar a tal afirmación, constatan las diferencias que se dan en las distintas etapas de desarrollo del ser humano.

Un embrión humano se encuentra en una etapa inicial, con un desarrollo insuficiente. Es incapaz de crecer fuera del útero materno hasta una edad equivalente a la de quien nace por parto, al menos tal y como hoy funciona la medicina en la actualidad.

El feto está, ciertamente, más desarrollado, pero depende en mucho del cuerpo materno. Hoy día, a partir de un número determinado de semanas, es posible mantenerlo en vida en incubadoras y cuidarlo, por lo que su existencia parecería más “interesante” que la del embrión.

El niño recién nacido goza de un status social bastante claro: es visible, se mueve, se alimenta por sí mismo. Pero existen pueblos del pasado, y algunas teorías del presente, que quieren considerarlo como un asunto “privado”, como un “algo” sobre el que los padres pueden decidir si vive o si “muere” (si es asesinado).

No pensemos que la anterior idea sea algo recóndito, defendido por personas extrañas. La hacen suya, por ejemplo, dos entre los grandes bioeticistas del mundo anglosajón, el australiano Peter Singer y el estadounidense Hugo Tristram Engelhardt, si bien desde presupuestos diferentes.

Volvamos a la pregunta inicial, ¿hay algo que une de algún modo la defensa del aborto y la defensa del infanticidio? Singer y Engelhardt nos dicen que sí: el hecho de que la vida del nuevo ser humano estaría (según ellos) completamente supeditada a lo que decidan sus padres, o simplemente su madre.

Sobre este punto, Engelhardt tiene un pensamiento que a muchos resulta escandaloso: cada hijo merecería sólo el respeto y tratamiento que decidan sus padres, y podría ser visto, en ese sentido, como una especie de “propiedad privada”. El Estado no debería intervenir en un asunto que dependería, según Engelhardt, exclusivamente de las convicciones de los “propietarios” del hijo.

De un modo semejante, Singer admite que la biología no reconoce un salto relevante entre la constitución física de un feto de 8 meses y la de un bebé recién nacido. Si hay lugares, como por ejemplo en los Estados Unidos de América, donde se permite la eliminación de fetos muy desarrollados, no tendría sentido escandalizarse si el eliminado es un hijo que acaba de nacer y que tiene todavía muchas carencias constitucionales.

Singer, Engelhardt y quienes se acercan de algún modo a este tipo de propuestas, reconocen algo que muchos no quieren ver: la mentalidad que permite el aborto tiende, de modos más o menos radicales, a aceptar como una opción entre otras la eliminación de los hijos ya nacidos.

¿De qué mentalidad se trata? Como vimos, de la que reduce el valor de los hijos a lo que determinen sus padres. Esto vale tanto para el embrión de pocos días como para el feto o para el hijo muy pequeño: sus existencias quedan supeditadas a los proyectos de los adultos “encargados” de velar por sus vidas.

Si según los proyectos de los padres el hijo tiene algún valor, pueden acogerlo e incluso pedir ayudas concretas para que el embarazo se desarrolle de modo adecuado y para que tras el parto haya una buena asistencia sanitaria. En cambio, si tales proyectos consideran al hijo como no deseable, sus padres cuentan en muchos lugares con el “derecho” a decidir su destrucción a través del aborto “legal” en los primeros meses.

Desde ese supuesto “derecho” al aborto es fácil dar el paso hacia el infanticidio, porque no se ha reconocido ni aceptado al hijo por su dignidad intrínseca, que está por encima de los deseos y planes de sus mismos padres.

Decir lo anterior supone ser capaces de elaborar una reflexión antropológica sobre la dignidad humana en todas las etapas de la vida de cada individuo. Si se niega tal dignidad en las etapas iniciales (o en las finales, como algunos pretenden respecto de los enfermos que se encuentran en el así llamado estado vegetativo persistente), se corre el riesgo de negarla también en otras etapas, pues la dignidad existiría en tanto en cuanto alguien la reconoce, y dejaría de existir si falta tal reconocimiento.

Para concluir, ¿existe un hilo que relaciona entre sí el aborto y el infanticidio? Sí: el de aquellas mentalidades que niegan una dignidad intrínseca a algunos seres humanos y sólo la reconocen a otros según ciertas condiciones más o menos convencionales.
Si el infanticidio del propio hijo es visto por muchos como un acto criminal y un delito sumamente grave, se hace necesario ir a fondo y reconocer que no es menos grave la eliminación de los hijos antes de nacer.

El aborto es, por lo tanto, la raíz que prepara y que nutre la mentalidad a favor del infanticidio. La mejor manera de evitar ambas injusticias radica en reconocer y defender con firmeza la dignidad de cada ser humano desde ese momento inicial de su vida, tras la fecundación de un óvulo por parte de un espermatozoide, hasta que llega la hora de su muerte natural.

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