Los defensores de la muerte digna empezaron respaldando un puñado de casos dramáticos que en algunos lugares conmovieron a la opinión pública. La despenalización del suicidio asistidovpor un médico ha ido deslizándose desde el sufrimiento insoportable a situaciones más subjetivas y no terminales, con la complicidad de médicos y parientes, y la aquiescencia de jueces y políticos ante casos que claramente contravienen las legislaciones. Llama la atención, por ejemplo, que en Bélgica
tras diez años de eutanasia legal y 5.500 casos ninguno haya sido investigado por la policía.
Esa permisividad ha hecho que en Holanda una mujer sana de 70 años pidiera hace dos años la eutanasia por haberse quedado ciega: “Estaba obsesionada por la limpieza y no podía soportar no ver las manchas en su ropa”.
Que en Bélgica se ayudara a morir a una persona insatisfecha tras varias operaciones de cambio de sexo, y a dos gemelos, de 45 años, sordos y que empezaban a quedarse ciegos por un trastorno progresivo, pero no terminales.
El último ejemplo de esta pérdida de control es el del presidiario belga Frank van den Bleeken, condenado a cadena perpetua por violación y asesinato. Después de 30 años en la cárcel ha pedido la eutanasia, pues “su vida no tiene sentido”; su caso plantea una paradoja legal: que un preso pida para sí mismo la pena de muerte, abolida en Bélgica.
Un estudio sobre los 1.301 suicidios asistidos en Suiza entre 2003 y 2008 indica que el 25 por ciento no tenían enfermedades mortales: sólo “cansancio de vivir”.
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