Juan Manuel de Prada, en su artículo semanal de ABC del pasado 10 de abril, comenta un libro de hace más de cien años, pero de plena actualidad. Se trata de Señor del mundo (1907) de Robert Hugh Benson. Es una novela de anticipación que retrata un mundo en el que ha triunfado un humanitarismo sin Dios y han desaparecido las diferencias nacionales.
En ese mundo la religión se ha quedado casi sin fieles. "Dios, en la medida que era posible conocerlo, era sólo el hombre -reflexiona uno de los personajes principales del libro, el diputado Oliver Brand-; y la paz, no la espada que trajo Jesucristo, es la condición del progreso humano; la paz que brota de la comprensión, la paz que emana de un conocimiento claro de que el hombre lo es todo". Esta paz universal, lograda por un político que acaba siendo presidente del Orbe, el enigmático Felsenburgh, sólo se topa con un enemigo -contra el que pronto se declarará una persecución abierta-, cierta fe "grotesca y esclavizadora", propia de "incompetentes, ancianos y disminuidos".
En este mundo tan parecido al nuestro, la eutanasia se ha convertido en la
solución más eficaz y socorrida para acallar el dolor físico y, sobre todo, el
dolor espiritual de la desesperación. Mabel, la mujer del diputado Brand,
tendrá ocasión de presenciar cómo los "administradores de la
eutanasia" abrevian la agonía de un herido en un accidente; pero antes de
que lleguen al lugar del siniestro, ha logrado atender al moribundo un
sacerdote de incógnito que le administra la extremaunción. Conmovida, y
traumatizada, Mabel quiere saber algo sobre esa olvidada religión que
lleva la paz a las almas torturadas, pero su marido logra disuadirla:
"En el fondo de tu corazón -le dice- sabes que los administradores de
eutanasia son los auténticos sacerdotes". Y Mabel, deseosa de alcanzar la
paz, acaba ingresando en una clínica de eutanasia voluntaria. A medida que su
vida se desvanece, Mabel descubre, "algo que supo en un instante que era
único. Entonces vio y comprendió...".
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