Las recientes presiones ejercidas sobre el colectivo sanitario, pretendiendo limitar el libre ejercicio de su profesión cuando se oponen a poner en práctica las leyes que atentan contra la vida o la salud de las personas, obliga a plantear el dilema del ejercicio de la objeción de conciencia, o, más bien, del imperativo del ejercicio de la buena praxis profesional.
¿Debe
un profesional sanitario apelar al derecho de objeción de conciencia cuando es
solicitado para hacer lo contrario de lo que debe y sabe hacer? O, más bien,
¿debería apelar a su obligación a ejercer con buena praxis y aplicar los
mejores tratamientos, los más eficaces, los más seguros para contribuir a la
salud de sus pacientes?
Nos encontramos con la inexplicable paradoja de que mientras en una sala de UCI
se emplean sofisticados medios y complejos recursos médicos para intentar
salvar la vida de un paciente que acaba de intentar suicidarse ingiriendo una
sobredosis de hipnóticos, en la sala contigua unos obedientes médicos,
farmacéuticos, enfermeras y celadores se disponen a aplicar un cóctel
eutanásico -porque es legal- para terminar con un enfermo que ha decidido no
seguir viviendo, como el suicida de al lado.
¿Es
necesario inscribirse en una lista en la que figuran los sanitarios que ejercen
la buena praxis en su profesión y aplican sus conocimientos para preservar la
salud y la vida de sus pacientes? Esto es lo que pretende el gobierno de España, cuando la lista debería completarse con aquellos que no hacen
medicina sino ejercen de verdugos, con los que no hacen farmacia, sino
envenenan. A todos ellos, los que ejercen malas praxis, sí que habría que
tenerlos identificados, por el bien de sus pacientes. A los demás, déjenlos
ejercer aquello p ara lo que se han formado: servir a
la vida.
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